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Erase una vez una semilla de manzana que un buen día cayó en la tierra y quedó allí, esperando. La lluvia y el viento trajeron tierra y hojas que se acumularon sobre la semilla, dejándola enterrada durante algún tiempo. Entonces, la semilla notó que algo salía de su interior: ¡era una raíz blanca que crecía hacia abajo! De pronto, sintió que quería estallar y le nació una tierna ramita verde que tiró hacia arriba, hacia la luz y el sol. Entonces empezó a crecer, crecer y crecer hasta que salió a la superficie. Allí se desperezó y estiró su hojita: ¡ah, qué hermoso sentir el aire en la piel! Mientras tanto, sus raíces se habían hecho muy numerosas y profundas. Gracias a ellas, la pequeña plantita conseguía agua y minerales de la tierra, de manera que pudo seguir creciendo, creciendo y creciendo hasta que se transformó en un precioso árbol con muchísimas ramas.

Cuando llegó la primavera, ¡el árbol se cubrió de flores! A lo largo del verano, de cada flor surgió una pequeña manzana que fue madurando hasta el otoño. Y entonces aparecieron unos chicos con escaleras que se dedicaron a recoger todas las manzanas en unos cestos, dejando al árbol listo para pasar el invierno.

Los cestos de manzanas terminaron en el interior de una furgoneta que los llevó a la ciudad. Allí llegaron a un mercado lleno de muchísimas otras frutas. ¡Cuántos colores! Amarillo, naranja, rojo, rosa, verde… En el mer

cado, las manzanas fueron compradas en seguida por un señor muy simpático que se las llevó a una pequeña frutería. ¡Tenían tan buena pinta! Y entonces llegamos tú y yo a la frutería, las vimos en su caja, tan rojas, tan brillantes… que no pudimos hacer otra cosa que llevárnoslas a casa. Y ahora nos las comemos, ¡qué ricas!

 

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